Esta pieza también la recuperé gracias a una amiga, y ahora forma parte de mi casa.
Lo que utilicé para devolverle el esplendor que en el algún momento tuvo, fue lija especial para metal, pintura acrílica de color oro azteca (que además tenia un olor muy suave a vainilla) y pinceles.
Como nunca había trabajado con metales, me dejé asesorar en la tienda de pinturas. No quería un color dorado muy estridente así que no escogí la opción de la pintura acrílica liquida de toda la vida, y me decanté por esta que viene presentada en tubo y con una textura muy parecida al óleo.
El bote es pequeño pero me sirvió para darle dos capas generosas al espejo y aún me sobraron 3/4 partes.
Aquí os lo enseño a medio hacer para que se vea la diferencia de color.
Después de dos capas, ya no quedaba rastro de suciedad ni óxido. El espejo que traía lo conservé porque estaba en bastante buen estado. Tiene algunas motas oscuras típicas de los espejos antiguos, pero pensé que había que dejarle algo característico y especial.
El acabado final fue este:
Pensé en oscurecerlo con betún de judea o con óleo negro diluido en disolvente, pero una vez colgado en la pared me pareció que quedaría mejor así.
Come veis, ahora hace compañía a la silla de la abuela que os enseñé en otro post, y encaja perfectamente con mobiliario mas nuevo y moderno. El truco está en mezclar. Voy a ver que sigo encontrando para acabar de decorar la habitación y poder seguir mostrándoos los nuevos hallazgos.